
Prólogo necesario
En Argentina, cada 29 de septiembre se celebra el Día del Inventor. La fecha no fue elegida al azar: ese día de 1899 nació en Budapest un niño que apenas pesaba dos kilos y al que los médicos no le auguraban vida. Su madre, Laura Leszner, sin resignarse, improvisó una incubadora casera con una caja de zapatos, algodón y una lámpara. Ese gesto sencillo —pero lleno de ingenio— fue, de algún modo, la primera chispa del legado de su hijo: Ladislao José Bíró, el inventor que transformó para siempre la escritura… y no solo eso.
El periodista zurdo que odiaba las lapiceras
Bíró era muchas cosas: periodista, artista, inventor, soñador empedernido. Se convirtió en un clásico ejemplo de cómo una incomodidad cotidiana —la tinta que se corría al escribir con estilográfica siendo zurdo— puede dar origen a una revolución. Observando las rotativas de un diario y recordando cómo una bolita arrastraba agua en un charco mientras jugaban los niños, se preguntó: “¿y si la tinta fluyera por gravedad desde una bolita?” Así nació la birome, cuyo primer modelo fue patentado en 1938 y perfeccionado en Argentina tras su exilio en 1940.

Pero reducir a Bíró a “el del bolígrafo” es cometer una injusticia histórica.
El hipnotizador que dejó la medicina
Antes de sus inventos, Bíró fue estudiante de medicina, pero no terminó la carrera. ¿Por qué? Porque descubrió una vocación inesperada: el hipnotismo. A tal punto llegó su habilidad que colaboraba con médicos usando hipnosis como anestesia y era convocado por quienes sufrían de dolores crónicos. Sus ingresos como hipnotizador superaban a los de muchos médicos, y eso lo llevó a abandonar la medicina formal. El joven Bíró ya mostraba su rasgo distintivo: curiosidad sin prejuicios y vocación práctica.
Piloto, perfumista, mecánico, grafólogo… ¿algo más?
Después del hipnotismo vino una etapa camaleónica. Bíró fue corredor de autos —con Bugatti propio— y llegó a ganar una carrera. Su incomodidad con la caja de cambios lo llevó a inventar una caja de transmisión automática mecánica, que vendió a General Motors en 1932. La empresa no la fabricó: la compró solo para evitar que la competencia la utilizara. También diseñó un lavarropas (regalo para su esposa), una pluma estilográfica especial, y luego, ya en Argentina, incursionó en la industria del perfume, aplicando el principio del bolígrafo a un perfumero de bolilla. Este invento fue el precursor del desodorante roll-on.

Energía, trenes y física avanzada
Incluso en sus últimos años, Bíró no dejó de inventar. Patentó una boquilla para cigarrillos con filtro de carbón activado, una cerradura inviolable, un termógrafo clínico, un dispositivo para obtener energía de las olas del mar, y un sistema de levitación magnética para transporte, antecesor de los actuales trenes de alta velocidad. En la década de 1980, ya con más de 80 años, trabajaba en un método para enriquecer uranio. La curiosidad nunca lo abandonó.
Una revolución silenciosa
En 1969 publicó su autobiografía: Una revolución silenciosa. Allí cuenta, con tono íntimo y preciso, cómo fue el proceso que lo llevó desde la frustración de la tinta manchada hasta el éxito internacional. Su hija Mariana, única heredera y defensora de su legado, suele compartir anécdotas que humanizan aún más al inventor: como cuando estalló sin querer un vidrio de su casa por un experimento químico.
El inventor como actitud mental
Eduardo Fernández, director de la Fundación Bíró y de la Escuela Argentina para Inventores, lo definió como una mezcla de genio y niño eterno. Lo conoció en los últimos años de su vida y quedó impactado por su generosidad. Bíró no se guardaba secretos: enseñaba el proceso completo de una invención, desde la idea hasta la comercialización. Para él, inventar no era un golpe de suerte sino una actitud mental ante los problemas. Una de sus frases más recordadas es: “No me especializo en nada. Mi especialidad es hacer las cosas simples, y muy bien hechas”.

Legado atemporal
Falleció el 24 de octubre de 1985 en el Hospital Alemán de Buenos Aires. Había patentado más de 30 inventos —y más de 300 si se consideran las variantes internacionales— y dejó una huella silenciosa pero imborrable. Argentina —su patria adoptiva— le rindió honor dándole su nombre a calles, escuelas, sellos postales, y a algo más importante: una fecha en el calendario escolar. Desde 1990, el 29 de septiembre es el Día del Inventor Argentino en su memoria.
Epílogo con tinta imborrable
Hay inventos que hacen ruido. Otros, como la birome, susurran en cada trazo que un día, alguien miró más allá de lo obvio. Ladislao Bíró no solo inventó un objeto: dejó un modelo mental, una forma de estar en el mundo. Transformó la queja en idea, y la idea en cambio.
En un país y un mundo que muchas veces postergan la creatividad por la urgencia, recordarlo no es nostalgia: es un acto de resistencia luminosa.